Repleto de dudas el hombre se acerco a la orilla, al borde que separaba las azuladas aguas de la efímera arena, lo sólido de lo líquido.
Dando una última visión hacia su mundo se despidió mentalmente de todo mientras avanzaba con paso confuso, adentrándose en las aguas que lo recibían con una templada humedad, dulce sensación.
Caminaba despreocupado mientras el océano lo cubría.
Su visión era levemente borrosa, pero aun así, la luz iluminaba su camino y veía todo su alrededor, sintiendo una inmensa curiosidad y satisfacción a medida que aparecían en escena bizarros peces, con hermosos colores que generaban una loca vista.
De repente el hombre se dio cuenta que su visibilidad mejoraba, se aclaraba y notó así que ya no necesitaba parpadear.
Los matices parecían de película, turquesas, celestes y azules impregnaban el ambiente produciendo un sublime espacio.
A medida que seguía caminando por la blanca arena del suelo, un grupo de hipocampos lo rodearon, llenando al hombre de burbujas y dándole pequeños toques en su pecho, nariz y cuello, el hombre se asustaba pero las criaturas no lo herían, solo lo rozaban.
Cuando sus ojos no veían nada mas que burbujas los hipocampos se marcharon, todos juntos, hacia la profundidad del océano, dejando al hombre perplejo.
Intrigado, notó que ya no necesitaba respirar, pues ahora en su cuello había pequeñas aperturas de la cual entraban y salían trozos de oxigeno. Los pasos se sucedían por sí solos mientras la mente del hombre se cargaba de todo lo sucedido en los últimos minutos.
El sol iba cayendo, se notaba por la prominente tenuidad que llenaba al mar.
El agua hacía que las ropas le pesasen, dándole una poca movilidad allí abajo, donde los problemas ya no lo tocaban pues las aguas ahora lo protegían.
Se paró sobre sí mismo y comenzó a retirarlas, una por una, dejando que el océano se las llevase a alguno de sus innumerables escondites.
Cuando terminaba de desvestirse se generó un fuerte resplandor y observó una sirena que se encontraba a su lado. El hombre, avergonzado se tapó con las manos instintivamente su masculinidad, ruborizando su sumergida cara, dándole a la bella sirena una nerviosa mirada.
Ésta lo miró detenidamente, era realmente imponente. De su cintura salía una cola o aleta, verde esmeralda, llena de escamas brillosas que la cubrían. Más arriba era humana, de piel radiante. Su cara brindaba una inmaculada belleza y sus dorados cabellos le cubrían su pecho, irradiaba pureza.
Se miraron por un instante y la oceánida se aproximó, el corazón de él se aceleraba.
Despacio, ella colocó su mano sobre el pecho del hombre y éste sintió como su cuerpo se transformaba.
Luz salía de él, un poderoso esplendor lo cubría mientras sentía que giraba sobre si mismo, y flotaba despreocupado.
La luz se apagó y el hombre se observó. Su piel ahora era diferente, de un matiz azulado grisáceo y suave al tacto. Sus dedos ahora poseían entre sí una especie de unión semi-transparente, característica marítima.
Los ojos de él y los de la sirena se volvieron a encontrar, pero ahora los de él devolvían gratitud, alegría y principio.
Ella se marchó, nadando dulcemente hacia algún lugar, dejándolo a él absorto de lo sucedido, pero feliz.
Miró hacia atrás y vio, a lo lejos, el camino que sus huellas habían dejado sobre la arena, recordando su antigua vida.
Sonrió y volvió a enfocar su mirada para adelante, y avanzó, ya no caminando sino nadando, emanando una insuperable felicidad, digna de una nueva vida que recién comenzaba.