10 de febrero de 2011

una flor

En el principio de mis tiempos, cuando la carne era magra y la moral estaba intacta acudí a vos en busca de una respuesta sentimental que explicase (o intentase hacerlo) toda la divinidad humana, lo universal que alberga el secreto.
Los días parecían caer ante nuestros pies y la voluntad podía más que todo nuestro alrededor que brillaba desenfocado y aburrido, escenario de nuestro camino infinito y moderno.
La soledad emanaba su perturbadora grandeza a medida que el inconciente crecía, hostigando el yo que, deprimido y acurrucado, huía a un lugar donde el dolor desatado no alcanzaba.
Como una realidad ajena, recuerdo caminar la vida sosteniendo tu mano con mis dedos, mirando la paz que tus ojos me brindaban.
Nuestro mundo fue cambiando, mutando hacia verdades desagradables y risas fingidas que ni el más puro acorde pudo disfrazar.
Pensábamos que el tiempo curaría toda herida, que todo podía superarse y que el peso de las mochilas desaparecería, flotando como el pasado, detrás nuestro, lo suficientemente cerca para recordarnos lo vivido pero nunca tan próximo como para rasgarnos.
Me pregunto como es que no vimos lo que venía, desviamos las miradas a un lugar mejor, imaginario soñado, ese paraíso final al que todo ser desea llegar y descansar.
Miro hacia atrás, al abismo en el que caímos por lo que hoy parecen años, deslizándonos en la nada, bebiéndonos a nosotros mismos y alimentándonos de la culpa que peinaba el eterno pozo.
Insaciables y recriminatorios escalamos el agujero, incapaces de distinguir la noche del día, olvidando la inocencia de la juventud, esclavos de un sentimiento agridulce y dual.
Superada la profunda melancolía, renacía entre las cenizas de lo transitado una nueva flor, oscura y espinada, que cargábamos entre la calma de lo ingenuo.
Todavía siento el gélido roce de la nieve que inundaba el recorrido, siempre a tu lado, por incontables inviernos afectivos en los que nadamos hacia una justicia ciega, unidos hacia un desamor inevitable y amargo.
Casi sin notarlo mi espalda dejo de apoyarse en la tuya, el adiós se acercó silencioso y perdido, instalándose en los corazones que se marchitaban emulando a las flores del camino.
Todo parecía igual, pero nada lo era, el cambio era rotundo y mudo; y callados quedaron los besos y las canciones que nos envolvían en una unión eléctrica.
Dejé de ser yo y dejaste de ser vos, aplanando el nosotros hasta quitarle la ultima letra al plural, asesinando cualquier seducido lazo invisible.
Las promesas se marcharon con un viento paralelo, secando las lágrimas que la tristeza generaba en nuestros cuerpos enamorados.
La ruta dejó de ser una, dividiéndose en dos lánguidas bifurcaciones que tristemente tomamos, enterrando un amor que siempre reencarnará, de la tierra, en una simple y oscura flor.