A lo largo de la historia, las sociedades han cambiado, la cultura se ha profundizado, dioses cayeron y modelos se alzaron, quedando demostrado lo variable de los individuos en conjunto y el mundo que los rodea.
Siempre hubo enfrentamientos, batallas que librar, guerras en las que participar. Desde las disputas entre los pueblos cazadores en tiempos inmemoriales y previos al mismo Cristo, hasta la ambición de petróleo por parte de una potencia norteamericana, las razones para llevar a cabo una lucha parecen nunca agotarse. Y realmente creo que esto es una característica de nuestra especie, algo que llevamos impreso en la memoria de la raza y con lo que cargamos, sin importar el momento en el que estemos, o la evolución que se pueda afirmar que, como hombres, generamos.
Son innumerables las batallas por las que el mundo ha pasado y los motivos que las han generado, desde guerras a nivel global (Primera Guerra Mundial 1914-1919 y Segunda Guerra Mundial 1939-1945) realizadas por orgullos nacionalistas o sentimientos antisemitas, hasta enfrentamientos entre países hermanos, limítrofes o mismo guerras civiles en las que compatriotas luchan entre sí.
Las bibliotecas se han llenado con libros de historia cuyo fin es dejar impreso lo sucedido para que no se vuelva a repetirse lo pasado, aprender de los errores que como hombres hemos cometido, pero la violencia sigue latente y siempre encuentra un lugar por donde ingresar.
“La guerra siempre es el transporte, hasta para pedir paz” narraba el sociólogo y experto en la materia, Juan Martín Lopez, frase que sintetiza lo expuesto previamente, y nutre al pensamiento que deseo plasmar.
Los enfrentamientos bélicos son un estado completamente abominable, un genocidio sin sentido pero permitido, al que el hombre parece siempre verse atraído, sin importar la causa o la consecuencia.
Las sociedades transitan, los tiempos cambian pero la guerra permanece, expectante, esperando que dos partes se peleen y pueda comenzar el festival de balas.