29 de diciembre de 2014

la hipoteca

No hace falta mucho para contentarme. Soy el símbolo de que lo simple suele ser lo más complicado. No encuentro emoción ni devoción, se me hacen difíciles las cosas más fáciles, tengo una cura que no encontró ningún doctor, una vida privada que no existe, completa de besos que se apagaron en un silencio violento y real.
Acá, sentado viendo el amanecer en el marco de esa ventana desde la que se ve el rio, uno casi que puede volver a nacer y aprender. Sin embargo no te equivoques, las personas no cambian de verdad, no te asustes que ganar y perder es lo mismo, el resto siempre se lo queda el dueño. Mirá, tené cuidado, esta escena puede parecer salida de una fotografía asepiada con ínsulas artísticas, pero nada más lejano. No sé lo que me pasa, pero tampoco creo que lo vaya a saber.
El humo del sahumerio me envuelve en un halo místico y sensitivo, siento la mezcla del aroma ámbar que se encuentra y desencuentra en un espiral in eternum, una danza afrodisíaca que emula el cotejo de dos cuerpos desatados que se atan, para volver a desatarse. No tenés que pretender conmigo, no me importa cuánto vales, veo más de lo que hay para ver.
Te miro pasar, con las piernas apoyadas y envueltas por mi brazo en una posición casi natal, y volvés tus pasos atrás. Cruzás la puerta temerosa, y te parás frente al ventanal, intentando no despertarme de mi ensoñación para no engañarme a saber. -¿Estás bien?- oigo que pronunciás casi en un susurro enamorado, te preocupa mi profundidad pero apenas duele, en el fondo es lo que más te gusta de mí. –Si estoy con vos, estoy bien- te respondo con una sonrisa incipiente. Mi respuesta te llena pero no completa, y te perdés mirando el humo preguntándote si  de un momento a otro se puede desvanecer mi presencia. Descansás parada, sosteniendo la pared que en cualquier momento se cae. –Estaba pensando en cuando éramos chicos- te digo, alargando el después. No solemos hablar de aquella época en la que Menem hizo la broma pesada de la importación del sueño americano. A nuestras familias les pegó fuerte la fiebre del `99, y no sobrevivieron la muerte del 2001. Padres divorciados por la presión en el pecho de una crisis que atrasaba el esfuerzo de 30 años, el no poder rehacer lo deshecho, palabras tenues y espíritus desangrados que habían hipotecado la esperanza.
Enfoco la mirada hacia el río mientras te sentás en la cama y envolvés tu espalda con mi manta, esperando que te cuente lo que atormenta mi calma. Es increíble la sensación de interior revuelto que me da mirar el agua… uno se retrotrae a momentos ahogados, en los que es difícil ser un caballero y no mandar a medio mundo a la puta que lo pario, mientras te mecés en un columpio de rabia, tristeza y lamparitas quemadas. -¿Sabés cuál es la mejor solución? No hay que olvidar lo que no puede olvidarse.- te suelto y me escuchás, recordando por dentro tu quimera de ilusión dolarizada. Me mirás pero no enfocás. Estás reviviendo cuan liviana te sentías cuando todo era barato y la vida no costaba nada. –Me acuerdo el día que papá perdió su laburo, ese para el que había dado su vida y vendido el alma, esa multinacional yanqui que lo definía y completaba probablemente más que ninguna de nosotras- arrancás abriendo el recuerdo y haciendo referencia a tu vieja y 2 hermanas –no me voy a olvidar más la mirada que tenía, sentado en el living de casa en boxers, como si no mereciera usar el traje elitista que significaba ser alguien, con la tristeza dopada de a quien la vida se le terminó, de a quien no le queda más cuerda-. Te callás y tragás, saludando el pasado y sintiendo la punzada de ese dolor que mutó en herida, en cicatriz, en humedad y luego en mito.
-¿Vos de qué te estás acordando?- me preguntás curiosa de saber cuánta perdida tuve en mi infancia madura. –Pienso que es más fácil comprar una casa que hacer un hogar- te digo intoxicado por la historia. Nos sumergimos en el atrás pero con una melancolía optimista, esa que tienen los que han nadado en el abismo y ahora se recuestan al mar.
Me contemplás como a alguien lejano, que está sin estar. Ya sé que me voy, pero siempre vuelvo. Casi todas las mañanas te encuentro y me pregunto cómo hacés que los cielos nublados tengan sol. Los padecientes del miedo se pasan los días temiendo la próxima explosión, la vida no termina donde vos crees.
Ahora, que pensás que tenés tiempo, que crees que escuchas un sonido aunque no hay nadie más alrededor, es momento de que aprendas que nada es gratis, que todo deja una marca, que tenemos esa simpleza del que tuvo tanto bardo que no quiere ruido.

-¿Por qué necesitamos una razón para ser felices?- soltás más para vos que para mí, y cierro los ojos pensando en nuestros sueños de cremas lejanas y espumas vacías, intentando subir aunque sé que arriba ya no hay nada.