Desde chiquito supe que algo en vos no era normal, no estaba “bien”.
Siempre te llevaste mejor con las mujeres y al pasar los años generaste cierta repugnancia al sexo contrario y una dual visión hacia tus iguales, que con su pelo largo y sedoso y curvilíneas figuras perturbaban tu moral, sacudiendo el catolicismo mental y bombeando con interés una pervertida sangre adolescente.
Sin embargo siempre tuviste novios, nunca te animaste a dar el paso y abrir la puerta del tan conocido closet, que en tu caso era una bóveda sellada, un cuarto desdibujado sin puerta ni ventana, una vibrante bocanada reprimida en algún lugar del cuerpo.
También se fueron manifestando signos de un virtual placer al resultar lastimada, y no me refiero herida a nivel emotivo, sino a dulces golpes físicos, al principio involuntarios y normales, lecciones de la vida, convirtiéndose al pasar los años en impúdicos roces y atractivos flagelos.
Es inevitable sufrir cuando uno carga un lésbico sentimiento que se resguarda en un camuflaje, y la verdad que ese era el único dolor que tu masoquista cuerpo no disfrutaba.
Y dejando las apariencias de lado, poco a poco fue saliendo a luz esa inmoralidad que escondías y que solamente los que mas te conocíamos sospechábamos.
Repleta de alcohol comenzaste a salir más y a intercambiar saliva con bellas mujeres, siempre exuberantes, con las que te mecías en la directa e inconfundible danza del deseo sexual.
Al pasarse el efecto de lo ingerido adjudicabas la culpa al alcohol, y te avergonzabas de los episodios mostrados, pero por dentro tu sentimiento iba sonriendo, sintiendo suavemente, como la metamorfosis era inminente, y tu atrevida pasión saldría a flote, cantando victoria como los discos de lady gaga que siempre escuchabas, compenetrándote con una cantante que expresaba lo que vos sentías, y a la que también deseabas.
De repente viniste a mí, compungida y sollozante, a contarme que habías hecho algo terrible, algo inadmisible y atemorizante: te habías acostado con una mujer.
Nadando por el río de lágrimas me narraste los detalles del acto con esa morocha que tanto te calentó, buscó y tenazmente, encontró.
Había sido áspera pero dulce, como vos lo imaginabas y mejor aun, y eso era precisamente lo que temías y odiabas, la verdadera causa de tanta tristeza y preocupación era que realmente eras lesbiana.
Te consolé, te abrace y te dije que lo sabia hace tiempo, que me había dado cuenta desde púberes memorias, y tiempos inocentes.
Los meses pasaron, los años se esfumaron y cuando me hayo escribiendo este mail que probablemente nunca entregare, me doy cuenta del tiempo perdido.
Vos conociste a un publicista culto y encantador, que con su confianza y velocidad te domó y adiestró a una vida completamente modelo, convirtiéndote en una típica ama de casa.
Tenias 2 hijos, eras amiga de las otras madres del country, hacías tenis y yoga, ibas de compras y le hacías el amor a tu marido varias veces por semana aunque de manera mecánica y aburridamente común, nunca con el frenesí que aquella morocha había desatado en tu armoniosa carne con esas liberadoras palmadas e inmorales azotes.
Cada tanto nos hablamos, nos mandamos mails para las fiestas y cumpleaños, y ocasionalmente nos cruzamos en algún café o reunión anticipadamente planeada.
Nuestra amistad se hilvano, empujados por la vida nos descubrimos en caminos diferentes y nunca más hablamos de aquella grisácea tarde en la que me confesaste tu secreto.
Siempre voy a guardar este texto, expectante en alguna parte de mi notebook, atento a cualquier indecente noticia tuya que invada mi mail con novedades y comentarios.
Te lo voy a regalar el día que abras la puerta y salgas al libertinaje sexual que solo esa concupiscente morocha pudo desatar.
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