La necesidad casi elemental de analizarte me genera un impass, esa parálisis verbal que complica la expresión del rito.
No es aconsejable hablar de más, los silencios en nuestras conversaciones florecen en una huerta sentimental que cultivas semana a semana, regando tu esperanza.
Te sentás y de un momento a otro se abre tu boca, emergiendo un coro de fantasmas que intentan transmitir con alguna claridad pesares oscuros.
Yo te escucho, fascinado por tu forma, tu procesión, tu elemento.
Con trato monárquico te contesto, observando como un niño enamorado la proxemia en la que te desenvolvés en mi espacio, leyendo cualquier mensaje oculto posible, o intentando encontrarlo dentro, donde tu lexicón se ordena y se ilumina la belleza de la esencia.
Asiento comprensivo, respondo con un simulacro de sabiduría y llevo los dedos a la cara, adoptando un gesto pensativo y adusto, impregnando mi rostro de un tono que varía entre la incomprensión y la completa empatía.
Actúo, juego el rol que me toca con una perfección clínica mientras intentas limpiar el alma con palabras.
El verbo es como el agua, lava la tristeza desembocándola en algún rio lejano en el que todos hemos nadado.
Tus labios no descansan, se mueven motivados por la fiebre mental que azota tu semana que exige curarse, sin importar la medicina.
Se te reseca la garganta, la oigo repleta de la arena que genera la expresión y te ofrezco algo para tomar, adelantándome a cualquier pedido.
Aceptas un café con una sonrisa pícara y me miras por sobre la taza con los ojos fijos, desnudando mi intención y, probablemente, también mi cuerpo.
La tentación es inmensa pero el reloj me despierta de todo pensamiento inmoral, cortando la simbiosis y borrando de tu mirada la intención.
Me aclaro la voz y prosigo con más preguntas que te hacen pensar, hallando respuestas escondidas en el inconciente y que te sorprenden a vos misma. Me lamento por dentro pero contento al ver tu aura más liviana, inyectada de alivio al descomprimir tu mochila.
Soy tu placebo, el parche que ponés en cada herida por una hora y después nos repartimos, unidos por algo efímeramente protocolar que a la vez es un cofre de secretos y pensamientos presos.
Recorremos lo profano, y volvemos a la carretera de la vida, mirando siempre, hacia adelante.
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