28 de mayo de 2013

la rutina del capital

Acá sentado en esta incómoda silla de antaño me río de mi propia suerte.
Ésta locura está marchitando todo el ambiente que atrae las miradas de aquellos que están afuera. Se pegan sus ojos psicóticos y rojos a los enormes vidrios buchones que recubren el frente de esta prisión asalariada, a medida que leen la porquería masificada que publicitan en la fachada de la pecera y con la que intentan seguir deshumanizando la plebe inculta: la ignorancia es una bendición.
Nervioso y divertido empiezo a tipear y arreglarme el nudo de la fina corbata, tics para mantener los miembros ocupados mientras me siento observado.
De los techos suenan, invisibles, las órdenes de esa especie de gran hermano que intenta callar mi destino a medida que vacía mi libertad y seca la savia de las plantas. Las paredes, modernas y frías, son una fiel representación de la casa vacía en la que habita nuestra fe.
Ni nos damos cuenta de lo mecanizados que estamos, somos simples adeptos del sistema, partes reemplazables y producidas por la armónica y desatada fábrica de la vida.
Privado de luz, a diario dopo la consciencia y el pensamiento por jornadas interminables en las que funciono a reloj y mi cuerpo se une con la pantalla, como si fuésemos uno, o ninguno quizás.
Desde el escritorio veo como todo se sacude alrededor, contemplo la industria humana que lidera las nuevas sensaciones y veo como nos alejamos del ritmo, del propósito. Hombres de trajes oscuros y de etiqueta europea hablan y hablan en los pasillos a medida que toman la dirección y se aseguran que sigamos el rumbo dictado por la cúpula, esa cima de la montaña social que se asegura que nunca nada vuelva a ser igual.
Con las cabezas gachas y expresiones vacías transitamos, sin saber por qué, pero sudando la frente ante la presión que no para de crecer.
Por momentos recuerdo el pasado, sostengo en la memoria como un cristal en mis manos la vida que dejé escapar y el corazón tiembla, la nostalgia es un arma peligrosa para el alma. Vienen a mí luces y esplendores, acordes y versos grabados en discos del inconsciente colectivo, besos y sonrisas sinceras.
Sacudo la mirada y retorno al eterno presente. Chequeo las agujas que marcan la tortura y me muerdo un labio al calcular cuánto falta para la salida. Al lado mío, un compañero subversivo infringe la ley al prender un cigarro a medio acabar, que cruza la frontera de mi cubículo por debajo y arriba. Como en un trance, el humo baila en espirales y se esparce llamando a los más curiosos que luchan internamente contra su dependencia a la nicotina y el temor al castigo.
Las ventanas se han oscurecido con la llegada de la noche, otro día sin sol.
Lentamente me pongo el abrigo y la bufanda, apago la computadora y disfruto, aunque sea por un instante, la idea de la euforia marcada por la salida. Busco en mi muñeca el tiempo y calculo las horas de descanso, hasta volver a la rutina del capital.
La libertad es solo una ilusión, pero hoy no lo quiero pensar.

Basta por un rato. 

23 de mayo de 2013

t.o.p

Cuando estoy solo y acompañado,  a veces me encierro puertas adentro y alterno entre diversos impulsos que mi televisada consciencia emerge. Todo lo que se, pienso y soy me hace seguir corriendo hacia un futuro que hoy no logro ver.
Bañado en vanidad me dirijo al sector de pompas y cultura vacía donde ese estrato argentino que no quiere olvidar su nombre y pretende ser más europeo que latino pasea al ritmo de canciones en inglés (nunca en castellano), toma cafés importados y renueva su vestuario en tiendas de diseño y cortes afrancesados.
Divertido y lookeado como uno más y único al mismo tiempo (característica de esa clase compuesta por gente como uno) dejo el departamento y me dirijo a esa parte de Palermo que se enriqueció y cambio su nombre, dejando en el pasado donde tiene que estar todo lo que lo definió en un comienzo: enterrado en memorias peronistas y conventillos derribados.
Alrededor de Plaza Serrano, todo un símbolo del mainstream nocturno de Buenos Aires, se edifica esta burbuja arquitectónica donde boulevares y calles angostas remiten más a París que a la Capital Federal. Allí se puede ver, si uno observa detenidamente, todos los camaleónicos personajes que con apariencia andrógina deambulan entre los adoquines.
Rockstars cool, modelos cargadas de pastillas y etiquetas costosas, empresarios oligarcas y gente de sangre colorada (orgullo de la clase) nadan en esa pecera de cristales importados y pasan el rato, disfrutando de ser.
Sigo caminando con paso seguro y confiado, atrayendo miradas que despiertan placeres carnales, cantando en mi mente la canción con la que transito mis días. Observo, a lo lejos, cabezas rubias y esbeltos cuerpos trabajados que se horrorizan al ver pasar un individuo de tez oscura mendigando. Sin embargo, y a pesar de las miradas elevadas y contracciones corporales, una de las muchachas estira su mano y le deposita al marginado un billete con la cara de Belgrano, que asiente la cabeza y se limpia la nariz con la manga de su transpirado buzo descolorido, de tantas temporadas atrás.
Me siento en una cafetería y ojeo La Nación del día. El viento frío estalla contra mi tapado y congela mis facciones caucásicas: es tiempo de ir a lugares más cálidos.
En las casas de ropa me atienden individuos de apariencia pulcra y orientación dudosa, con los que entablo conversaciones superficiales en un lenguaje secreto y elitista, que solo el que lo habla lo conoce. Probadores minimalistas, prendas innecesarias pero hipnóticas y géneros cargados de una impronta conservadora conforman una velada que reconforta y estiliza el alma.
El sol se va escondiendo y las calles se vacían. El cielo aterciopelado me llena de dudas y decido partir, en mi mente no hay tiempo para más.

Todo lo que quiero hacer es seguir; es bueno ser libre y disfrutar de las pequeñas cosas que me hacen feliz, pero tampoco hay que empaparse en goces, no hay que olvidar que la vida es mucho más.