Acá sentado
en esta incómoda silla de antaño me río de mi propia suerte.
Ésta locura
está marchitando todo el ambiente que atrae las miradas de aquellos que están
afuera. Se pegan sus ojos psicóticos y rojos a los enormes vidrios buchones que
recubren el frente de esta prisión asalariada, a medida que leen la porquería
masificada que publicitan en la fachada de la pecera y con la que intentan
seguir deshumanizando la plebe inculta: la ignorancia es una bendición.
Nervioso y
divertido empiezo a tipear y arreglarme el nudo de la fina corbata, tics para
mantener los miembros ocupados mientras me siento observado.
De los
techos suenan, invisibles, las órdenes de esa especie de gran hermano que
intenta callar mi destino a medida que vacía mi libertad y seca la savia de las
plantas. Las paredes, modernas y frías, son una fiel representación de la casa
vacía en la que habita nuestra fe.
Ni nos
damos cuenta de lo mecanizados que estamos, somos simples adeptos del sistema,
partes reemplazables y producidas por la armónica y desatada fábrica de la
vida.
Privado de
luz, a diario dopo la consciencia y el pensamiento por jornadas interminables
en las que funciono a reloj y mi cuerpo se une con la pantalla, como si
fuésemos uno, o ninguno quizás.
Desde el
escritorio veo como todo se sacude alrededor, contemplo la industria humana que
lidera las nuevas sensaciones y veo como nos alejamos del ritmo, del propósito.
Hombres de trajes oscuros y de etiqueta europea hablan y hablan en los pasillos
a medida que toman la dirección y se aseguran que sigamos el rumbo dictado por
la cúpula, esa cima de la montaña social que se asegura que nunca nada vuelva a
ser igual.
Con las
cabezas gachas y expresiones vacías transitamos, sin saber por qué, pero
sudando la frente ante la presión que no para de crecer.
Por
momentos recuerdo el pasado, sostengo en la memoria como un cristal en mis
manos la vida que dejé escapar y el corazón tiembla, la nostalgia es un arma
peligrosa para el alma. Vienen a mí luces y esplendores, acordes y versos
grabados en discos del inconsciente colectivo, besos y sonrisas sinceras.
Sacudo la
mirada y retorno al eterno presente. Chequeo las agujas que marcan la tortura y
me muerdo un labio al calcular cuánto falta para la salida. Al lado mío, un
compañero subversivo infringe la ley al prender un cigarro a medio acabar, que
cruza la frontera de mi cubículo por debajo y arriba. Como en un trance, el
humo baila en espirales y se esparce llamando a los más curiosos que luchan internamente
contra su dependencia a la nicotina y el temor al castigo.
Las
ventanas se han oscurecido con la llegada de la noche, otro día sin sol.
Lentamente
me pongo el abrigo y la bufanda, apago la computadora y disfruto, aunque sea
por un instante, la idea de la euforia marcada por la salida. Busco en mi
muñeca el tiempo y calculo las horas de descanso, hasta volver a la rutina del
capital.
La libertad
es solo una ilusión, pero hoy no lo quiero pensar.
Basta por
un rato.
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