Cuando estoy
solo y acompañado, a veces me encierro
puertas adentro y alterno entre diversos impulsos que mi televisada consciencia
emerge. Todo lo que se, pienso y soy me hace seguir corriendo hacia un futuro
que hoy no logro ver.
Bañado en
vanidad me dirijo al sector de pompas y cultura vacía donde ese estrato
argentino que no quiere olvidar su nombre y pretende ser más europeo que latino
pasea al ritmo de canciones en inglés (nunca en castellano), toma cafés
importados y renueva su vestuario en tiendas de diseño y cortes afrancesados.
Divertido y
lookeado como uno más y único al mismo tiempo (característica de esa clase
compuesta por gente como uno) dejo el departamento y me dirijo a esa parte de
Palermo que se enriqueció y cambio su nombre, dejando en el pasado donde tiene
que estar todo lo que lo definió en un comienzo: enterrado en memorias
peronistas y conventillos derribados.
Alrededor
de Plaza Serrano, todo un símbolo del mainstream nocturno de Buenos Aires, se
edifica esta burbuja arquitectónica donde boulevares y calles angostas remiten
más a París que a la Capital Federal. Allí se puede ver, si uno observa
detenidamente, todos los camaleónicos personajes que con apariencia andrógina
deambulan entre los adoquines.
Rockstars
cool, modelos cargadas de pastillas y etiquetas costosas, empresarios oligarcas
y gente de sangre colorada (orgullo de la clase) nadan en esa pecera de
cristales importados y pasan el rato, disfrutando de ser.
Sigo
caminando con paso seguro y confiado, atrayendo miradas que despiertan placeres
carnales, cantando en mi mente la canción con la que transito mis días.
Observo, a lo lejos, cabezas rubias y esbeltos cuerpos trabajados que se
horrorizan al ver pasar un individuo de tez oscura mendigando. Sin embargo, y a
pesar de las miradas elevadas y contracciones corporales, una de las muchachas
estira su mano y le deposita al marginado un billete con la cara de Belgrano,
que asiente la cabeza y se limpia la nariz con la manga de su transpirado buzo
descolorido, de tantas temporadas atrás.
Me siento
en una cafetería y ojeo La Nación del día. El viento frío estalla contra mi
tapado y congela mis facciones caucásicas: es tiempo de ir a lugares más
cálidos.
En las
casas de ropa me atienden individuos de apariencia pulcra y orientación dudosa,
con los que entablo conversaciones superficiales en un lenguaje secreto y elitista,
que solo el que lo habla lo conoce. Probadores minimalistas, prendas
innecesarias pero hipnóticas y géneros cargados de una impronta conservadora
conforman una velada que reconforta y estiliza el alma.
El sol se
va escondiendo y las calles se vacían. El cielo aterciopelado me llena de dudas
y decido partir, en mi mente no hay tiempo para más.
Todo lo que
quiero hacer es seguir; es bueno ser libre y disfrutar de las pequeñas cosas
que me hacen feliz, pero tampoco hay que empaparse en goces, no hay que olvidar
que la vida es mucho más.
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