23 de mayo de 2013

t.o.p

Cuando estoy solo y acompañado,  a veces me encierro puertas adentro y alterno entre diversos impulsos que mi televisada consciencia emerge. Todo lo que se, pienso y soy me hace seguir corriendo hacia un futuro que hoy no logro ver.
Bañado en vanidad me dirijo al sector de pompas y cultura vacía donde ese estrato argentino que no quiere olvidar su nombre y pretende ser más europeo que latino pasea al ritmo de canciones en inglés (nunca en castellano), toma cafés importados y renueva su vestuario en tiendas de diseño y cortes afrancesados.
Divertido y lookeado como uno más y único al mismo tiempo (característica de esa clase compuesta por gente como uno) dejo el departamento y me dirijo a esa parte de Palermo que se enriqueció y cambio su nombre, dejando en el pasado donde tiene que estar todo lo que lo definió en un comienzo: enterrado en memorias peronistas y conventillos derribados.
Alrededor de Plaza Serrano, todo un símbolo del mainstream nocturno de Buenos Aires, se edifica esta burbuja arquitectónica donde boulevares y calles angostas remiten más a París que a la Capital Federal. Allí se puede ver, si uno observa detenidamente, todos los camaleónicos personajes que con apariencia andrógina deambulan entre los adoquines.
Rockstars cool, modelos cargadas de pastillas y etiquetas costosas, empresarios oligarcas y gente de sangre colorada (orgullo de la clase) nadan en esa pecera de cristales importados y pasan el rato, disfrutando de ser.
Sigo caminando con paso seguro y confiado, atrayendo miradas que despiertan placeres carnales, cantando en mi mente la canción con la que transito mis días. Observo, a lo lejos, cabezas rubias y esbeltos cuerpos trabajados que se horrorizan al ver pasar un individuo de tez oscura mendigando. Sin embargo, y a pesar de las miradas elevadas y contracciones corporales, una de las muchachas estira su mano y le deposita al marginado un billete con la cara de Belgrano, que asiente la cabeza y se limpia la nariz con la manga de su transpirado buzo descolorido, de tantas temporadas atrás.
Me siento en una cafetería y ojeo La Nación del día. El viento frío estalla contra mi tapado y congela mis facciones caucásicas: es tiempo de ir a lugares más cálidos.
En las casas de ropa me atienden individuos de apariencia pulcra y orientación dudosa, con los que entablo conversaciones superficiales en un lenguaje secreto y elitista, que solo el que lo habla lo conoce. Probadores minimalistas, prendas innecesarias pero hipnóticas y géneros cargados de una impronta conservadora conforman una velada que reconforta y estiliza el alma.
El sol se va escondiendo y las calles se vacían. El cielo aterciopelado me llena de dudas y decido partir, en mi mente no hay tiempo para más.

Todo lo que quiero hacer es seguir; es bueno ser libre y disfrutar de las pequeñas cosas que me hacen feliz, pero tampoco hay que empaparse en goces, no hay que olvidar que la vida es mucho más.

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