6 de octubre de 2014

el beso de despedida

No es fácil salir, digan lo que digan, la vida sentimental/social de nuestra generación es una garcha, y especialmente para aquellos pocos y afortunados –entre los que, sin ningún remordimiento ni dejo de soberbia (bueno, quizás solo un poco) me incluyo- que usamos la cabeza para algo más que pensar simplemente cómo meternos en los pantalones de cualquier persona sexualmente activa que pasa por delante nuestro.
Y ni siquiera me refiero a la parte del amor, que todos los que lo hemos probado podemos coincidir que tiene su propio universo de problemas y cuestionamientos existenciales, sino hasta los primeros pasos, las primeras salidas. Soy de aquellos que observan, que disfrutan de descubrir, de notar, de encontrarse con los detalles que conforman a una persona en lo que es, y que usualmente terminan definiendo, injustamente –cabe aclarar- de indiferentes, de fríos y en muchas ocasiones, de raros. ¿Por qué? Como ya dije, porque uso la cabeza para algo más que pensar en cómo meterme en sus pantalones.
Uno inevitablemente sabe hacia dónde van las cosas aproximadamente 15 minutos después de que la salida comenzó. Eso es todo lo que se necesita para saber si alguien te gusta, te calienta, te interesa, te aburre o simplemente querés pedirle un taxi y nunca más volver a verle la cara.
No me malentiendan, es divertido el juego de seducción y analizar las estrategias y movimientos de cada uno, la faena del cazador que quiere cazar o aquel que quiere convertirse en presa. Sin embargo hay cientos de cosas que, a pesar de cómo se desenvuelvan las circunstancias de la velada, bajo ningún punto de vista voy a hacer. Cosas de las cuales estoy en contra, cosas que hay que evitar sin importar la situación o el contexto porque las consecuencias pueden resultar fatales.
Para aquellos en posesión de un automóvil, un claro error –que denota un amateurismo alarmante e incrédulo- es el viaje hasta la casa de la muchacha en cuestión. El “ey, te alcanzo hasta tu casa –guiño guiño-“ es una de las maneras preestablecidas para mínimo un chape contorsionista en el asiento delantero, lo cual lo convierte en algo tan trillado y cliché que le quita cualquier gracia posible, a no ser que datos netamente estéticos –para nada menores, no seamos caretas y ni lo neguemos- empujen a un poco de piel. Además, esto nos lleva, inevitablemente, a la paradoja del beso de despedida.
Si lo que estás buscando es un poco de guerra, dale para adelante. No suele ser mi caso, y lo afirmo orgulloso. No hay nada más traicionero, incómodo y peligroso que el famoso y repudiado beso de buenas noches, o como quieran llamarlo según su tribu o clase social (cómo verán soy openmind). Tengo una sola regla respecto a este cierre de noche: no hacerlo.
Afortunadamente no tengo auto, con lo cual evito esa situación en la que la palanca de cambios se interpone y los vidrios se podrían llegar a empañar de rechazo. Pero para los que todavía mantenemos cierto nivel de caballerosidad (aunque siquiera el hecho de que haga mención de la caballerosidad me coloca más cerca de 1950 que del siglo XXI) es prácticamente una fija acompañar a la otra parte caminando hasta su casa, para asegurarse de que llegue segura a destino, sí, pero también porque la charla de vuelta siempre es más distendida que en el bar del que hayan salido, más casual y muchas veces, hasta sincera.
Y la regla se pone a prueba al llegar a la puerta de la casa. Mirás a sus ojos para despedirte y ves que está esperando, como diciéndote “ey, tu boca quiere conocer a mi boca, deberíamos hacer algo al respecto” y automáticamente pensás “uy... que paja”. Haciendo una gambeta messiana vas para el cachete y al salir de ese rincón conocido y confortable, te encontrás con la mirada de incomprensión. Esos ojos de cachorro mojado de “no le gusto”. A lo que podés, esquivando las balas que el camino te depara, salir con frases hechas para hacer sentir mejor “la pase bárbaro o me divertí mucho” pero sabés en tu interior que digas lo que digas su pensamiento va a ser “por qué mierda no me dio un beso? Acaso tengo mal aliento? El hijo de puta seguro se va a ir a ver a otra que no solo le va a dar un simple picotón sino que lo espera con las piernas abiertas. Son todas putas” Este último pensamiento nunca falla: las mujeres, en el fondo –y no tan profundo que digamos- se odian entre sí.
La clave para poder salir airoso es escapar rápido, evitar la prolongación que dé pie a silencios incomodos o miradas de reproche. Ni hablar si la descarada directamente te tira la boca, ahí cagaste, no tenés escapatoria. Te la tenés que chapar, no da rechazar directamente, no hay que ser insensible tampoco. Pero ojo, la palmadita post-chape para indicarle que no se confunda, que esto no los convierte en nada, te puede evitar una serie de mensajitos 5 minutos después de que encares hasta la parada del 60 que te va a llenar el wpp (creeme, siempre llegan).
Entonces, cómo es la cosa? La vida para aquellos bichos modernos que mantenemos cierta dignidad es compleja y azarosa, depara muchas caminatas en solitario y repeticiones de discos emblemáticos de una cultura olvidada y enterrada bajo la digitalización y los estandartes chic de una sociedad vacía y hastiada en la que la cantidad supera la calidad.
Te van a putear, te van a pelear y probablemente, no te voy a mentir, en más de una ocasión sientas el impulso básico de matar a alguien de un escopetazo en la frente por el grado de pelotudez humana que se puede alcanzar, pero tranquilo. Recordá que siempre va a haber una próxima salida, un próximo gin&tonic, y un próximo beso de despedida que esquivar.

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