“Todo sigue igual de bien” es la frase con la que me
despierto esa mañana, otra vez en una cama desconocida, con la boca pastosa por
el gin y la mezcla de salivas. Casi que escucho la voz rasposa del Pity Alvarez
pronunciando con la simpleza del que entiende las líneas de esa canción que en
cada viaje cantamos con el hermano que me dio la vida pero no la sangre.
Sábanas blancas, aire acondicionado en 18 y una rubia de la
que no recuerdo ni el nombre al lado mío, despatarrada en un sueño profundo y dócil,
esos en los que navegás una vez que te sacaste todo lo adentro, la mochila y
los pudores, y lo tiraste en un mordisco de carne. Sigiloso pero sin demasiada
importancia, camino hasta el baño esquivando la ropa que nos arrancamos horas atrás,
furiosos por el pasado, temerosos del futuro y náufragos de un presente esquivo
y con gusto a poco, que intentamos llenar con nosotros mismos. El espejo me
devuelve la imagen de alguien que está aprendiendo a respirar, cansado por las
corridas pero con ojeras tatuadas que lentamente se van desdibujando a medida
que la presión de la rutina se diluye y el placer de la nada entra: saber soltar
cura todo (hasta la piel).
Encuentro el bóxer bajo una pila de cosas pertenecientes a
una vida que no voy a conocer pero en la que, durante unas horas, fui actor
principal. Me visto en los pies de la cama, prendo un pucho y me pierdo entre
volutas de humo bailar, filosofando sobre la liquidez de las relaciones
actuales, el tiempo y todos esos existencialismos que por años leí para
intentar comprender un mundo abstracto y distante, hasta que me doy cuenta que
la verdad no existe, los filósofos son
pensadores por un cheque y los lazos carecen de catálogo; las personas van por
la vida buscando algo sin saber que encontrar.
El sol pega fuerte en el país azteca, la luz es más clara,
la cocaína más fácil y la gente más cálida, producto de una historia cruda
llena de sangre y sudor (las lágrimas se las queda su primo cool del norte, detrás
del muro que el magnate va a hacer construir con el dinero de su fuerza de
trabajo e impuestos). Es mi último día en el paraíso, mañana estaré entre
vuelos y fuera de tiempo, perdido en los cambios de horario para llegar a casa,
sitio al que desde hace rato no siento hogar. Me desvío en las callecitas de
esa ciudad de contrastes en las que se levantan resorts y agachan pobres con la
misma facilidad y velocidad. Observo y guardo los valores, olores y sabores que
voy metiéndome en el cuerpo, especialmente hoy, hoy que estoy solo, hoy que
puedo volver al silencio cristalino que busco esos días en los que las ideas
pesan y el pecho se cierra.
Me siento en la cafetería gringa por excelencia (esa que te
permite personalizar la bebida y sentirte un individuo porque una cajera a la
que le pagan 9 dólares la hora te llama por tu nombre de pila) a escribir y
mirar el mundo pasar, cuando la veo. Silueta dibujada, mirada adolescente y
andar despojado, una modelito en potencia de piel trigueña que levanta los ojos
y sonríe con las pupilas.
Click.
Se pone al final de la fila para pedir su frappuchino y me
paro al lado (necesitaba un refill de todos modos), estudiando sus movimientos
e imperfecciones. La cajera hace un mal chiste, la chica se ríe y recojo el
guante, metiendo en el momento exacto un bocadillo preciso con pulso de
cirujano: gol de media cancha. Fue mi tío (que estuvo cuando chico y con los
años se terminó transformando en un fantasma de navidades pasadas y recuerdos
que me hacen sonreír) el que me dijo, cuando yo tenía 8 o 9 años, una frase que
me quedó grabada en la memoria para toda la vida. “Tomasito, es todo cuestión
de timing”. Yo, que era gordito y aniñado, me quedé mirándolo pensando en qué
sería el timing, que para mí sonaba a algo raro, lejano y adulto. Pasaron años
de gimnasia y golpazos hasta que comprendí la posta que me había tirado.
Timing, las cosas se definen por el momento, el instante, el
segundo; así de finito y volátil es todo.
-No sos de acá vos, tenés olor a otoño-dice mientras le pone
canela encima al café, indiferente pero sutil-. Eso diría mi abuela: la gente
de playa tiene olor a mar.
-¿Y vos qué dirías del otoño?
-Es el momento más estético pero más nostálgico del año, siempre
me gustó el otoño, es confortable.
Su voz es un susurro cargado de franqueza y vergüenza por la
certeza de haber sido demasiado sincera con un completo desconocido. Fascinada por
aquello que no sabe por qué exactamente pero le hizo pronunciarse de forma más
libre de la que suele hacer.
-Es bueno saber que te recuerdo a algo confortable-respondo
atento, claramente hay más de lo que se ve y muestra-. Me voy tranquilo sabiendo
que alguien me observó así.
Caminamos juntos hasta la puerta, salimos y seguimos. Me pregunta
quién soy, qué hago ahí y a dónde me voy. Las imágenes concretas me hacen
vibrar los recuerdos y las respuestas se dan por inercia, mi mente sigue
despierta pero las manos se cosquillean, hay algo en el tono que me hace pensar
en Amor Amarillo, ese disco que escuché hasta el hartazgo y que me tira a un
momento en el que me sentía en casa.
-Me quiero tirar sobre el pasto a mirar como gira todo.
-Vení-me responde confidente-.Yo te llevo.
Me agarra de la mano y empezamos a caminar, los preconceptos
paranoicos del que vive en una ciudad tercermundista me dicen que es medio
jugado que me esté dejando llevar por una desconocida en una ciudad donde los índices
de afanos son más altos que en el Conurbano, pero no me importa. Callo a la
conciencia por un segundo, hay algo en mis ojos que describen libertad y
confianza. Llegamos a una laguna donde no hay un alma pero me siento
acompañado, estoy bien y no quiero cambiar ni un poco.
-A veces me pregunto por qué las cosas que hoy me pasan son
mejores que las de ayer, y sin embargo no las siento así-pronuncia casi para sí
misma, con la mirada perdida en el agua-. Es como que extraño cosas que ni
recuerdo.
-El tiempo se te escapa sin que te des cuenta, estoy cansado
de despertarme y notar que ni me tomo 2 segundos para guardar lo que me pasa y
no dejarlo pasar.
-¿Sos feliz?
-Creo que la felicidad es un conjunto de momentos en los que
uno se siente pleno.
-No respondiste mi pregunta.
-Porque no tengo suficientes de esos momentos para darte un
sí.
Entiende el concepto y me sostiene la mirada, atravesándome
y mirándome como si fuese una radiografía.
-Yo tampoco.
Dejo que me agarre la mano.
-Nadie dice que es fácil.
El sol se mueve sigiloso pero seguro a medida que la tarde
se abre y las horas pasan. Absortos y ajenos a un tiempo que no se detiene,
seguimos desnudando nuestras verdades con la transparencia de esos que se
aprecian de verdad. Creo que ni recuerdo la última vez que me abrí tanto,
transito atado a una vida inconsciente que me hace mecer entre la satisfacción
efímera de logros intangibles y el desconcierto capital que se genera al ver
como los días pasan y la sensación de vacío incrementa; después de la euforia
siempre viene el caos (bajar es lo peor).
-Tus ojos sonríen más de lo que crees-irrumpe repentinamente
después de unos segundos de silencio perdido entre las olas-.Tenés esa seriedad
del que ha pasado mucho, pero yo veo más allá.
Mi cuerpo permanece pero mi mente retrocede a mi
adolescencia, ella sabe que ya no estoy, que me fui, pero no interrumpe la
pausa, la observa, atraída por la ansiedad de saber a qué lugar me habré ido. Recorro
el jardín de Acassuso, esas paredes que me acobijaron en los momentos de mayor
felicidad y mayor tristeza, en las que viví el amor por primera vez en la piel
y tuve la despedida más grande que hasta el momento tuve que soportar. Esa casa,
que fue mi hangar, mi altar, me recibe con la puerta abierta. Pasarán años hasta
que pueda desprenderme de ese recuerdo constante, esa zona de rombos que me
recibe cuando la cabeza necesita desconectarse y bañarse en nostalgia.
El cielo se oscurece dando paso a una luna roja que tiñe
todo y musicaliza las retinas con sabor animal. Caminamos envueltos en una
conexión que no se puede comprar, y es verdad. Miro en mi teléfono la hora y
cuento el tiempo que me resta hasta irme al aeropuerto, y repaso la experiencia
vivida en las últimas semanas, en esta burbuja temporal que creé antes de
explotar y mandar todo a la mierda. Suele ser duro aprender, especialmente a
respirar.
-Dado que nos quedan minutos, y las chances son que no nos
volvamos a ver nunca más, voy a decir algo con sinceridad bruta, y propongo que
nos mantengamos así hasta que te subas al micro-le digo a modo de apertura-. Si
no somos sinceros ahora, ¿cuándo lo vamos a ser?
-Sinceridad bruta-repite aceptando como un soldado.
-Odio haberte conocido mi último día y al mismo tiempo creo
que es la mejor forma de terminar este viaje.
-No me sentí así en años-reconoce mirándose los cordones de
los borcegos.
-No me quiero ir.
Acepta la caricia pero se siente como un golpe en la boca
del estómago, ella tampoco se quiere ir. Nos despedimos en silencio y en medio
de un abrazo digno de una película de Linklater, esos abrazos en los que 2 se
mezclan en uno y te impregnás la nariz con el aroma del otro, como arrancándole
un pedacito para llevártelo con vos; un robo blanco para guardarlo en la
memoria.
La caminata de vuelta es con una media sonrisa desdibujada
con letargo en mi cara, un contento gris de haber sentido algo que me hace
saber que hay un pellizco ahí, donde pensé que estaba todo apagado. Me saco las
ropas que ya no necesito y me tiro al lado de la pileta en un hostel vacío, en
el que todos se fueron a un bar, boliche o la fiesta de turno, a la que en
cualquier otra noche estaría participando. Mojo los pies en el agua y me
recuesto a mirar el cielo sin pensar, recordando lo último que nos dijimos.
-Me siento un axolotl, como en el cuento de Cortázar ¿lo
leíste?- asiento maravillado de que esté citando la historia que me hizo conocer
la literatura argentina-. El personaje se transformaba en aquello que tanto lo
desvelaba, y se terminaba mirando a si mismo detrás del vidrio del acuario. Hoy
me siento así, rodeada de agua, mirándome casi sin reconocerme por lo cómoda
que me siento.
-Hoy sos un axolotl.
-Hoy sí.
-Mañana ya no.
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