14 de noviembre de 2010

la siesta

Luego de una madrugada insomne, y una jornada laboral matutina que negó cualquier posibilidad de cerrar los pesados parpados por más de cinco segundos, atravieso las calles de la desordenada ciudad en un colectivo atestado de humanidad, vorágine y temperatura.
La gente viaja en sus asuntos y escapes, jóvenes que leen, señoras repletas de rechinantes bolsas, plásticas veteranas buscadoras de atención, centenarios e infantes, un adolescente que escuchas “música” en su celular, sin auriculares obviamente, brindando a los pasajeros un conciertos de acordes pobres y ruido polifónico.
Es un caos individual y conjunto; el impas del transporte publico.
Al abandonarlo arranca la eterna distancia de esas tres cuadras que separan mi hangar de la parada.
Las piernas, quejosas y endurecidas, vociferan insultos contra las imperfecciones que el gris pavimento aporta al cansancio existentes y adormecidos músculos.
La razón esta atontada y analiza la filosofía natural de un mundo injusto, decepcionantes y juzgador, un valle de lagrimas divino y hostigado.
Finalmente abro la puerta que me recibe con silencio, brindando un aura de calma que reverbera cuando vocifero en un éxtasis susurrante: -llegue
Sin siquiera mirar mí alrededor me desvisto en un impúdico segundo y caigo, derrotado en la victoria, sobre la confortable cama que abraza mi cuerpo invitándolo a un atractivo sueño.
Viajo en trance por un camino disgrafico generado por la inconciencia de la vida.
Desorientado vuelvo lentamente a una desenfocada realidad.
La boca, sequísima, se empasta en un líquido pedido a medida que las pupilas sitúan mi ser.
El cuerpo es un yunque, cuesta moverme y cada célula parece ofendida, negándose a trasladarme.
Logro sentarme contra la cabecera y mi mente, decepcionada, comprueba que el reloj marca las siete.
El sol se esta escondiendo tras su adiós llevándose consigo gran parte de la luminosidad, dejando mi cuarto en un oscuro atardecer.
El sueño de la tarde nunca es bueno, el cuerpo no termina de relajarse incapaz de alcanzar un descanso tan claro y total como el de la noche.
El cabeza queda frágil, confuso y reprochante, se enoja cuando lo animal cede a la tentación de una culposa siesta.
Por más que dure apenas un par de horas se siente como perder el día, regalando momentos irrecuperables, perdidos.
Uno se pone de mal humor por el conjunto de consecuencias sensoriales que genera el acostarse con el sol y retornar en un despertar eclipsado y carente, que solamente una siesta sabe situar.

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