29 de septiembre de 2011

Reversiones: el corazón delator

Estoy cansado. Este cuerpo, rancio y marchito, emana un grisáceo aura que me envuelve, llenándome de edad. El sueño migró a alguna parte inhóspita, y el ansia me carcome en la espera.
Edgardo desconoce cuánto sé, cuánto imagino y hasta cuánto veo. No me soporta, y a pesar de sus muecas rotas y modos pedagógicos, el odio que oculta la sombra de sus ojos es lo suficientemente fuerte como para ser notado.
Hace tiempo que quiere matarme, he escuchado sus sueños, cuando en trance murmura sus confidencias asesinas. Su comportamiento cambió, el lenguaje de su cuerpo revela las intenciones que con la palabra desea ocultar, y yo estoy demasiado viejo como para pelear. Transito esa etapa de la vida en la que los años se llevan las defensas y un resfrío afecta hasta los cimientos de un cuerpo, que se cansa con cada calendario más y más.
Finalmente Edgardo parece que ha tomado el coraje necesario para silenciar mi corazón. Las últimas 7 noches ha estado en mi habitación, sigiloso como la rata que es.
Hoy me levanté raro, diferente e inquieto; siento como si un oscuro manto me rodease: la muerte se hace presente y contempla, tranquila, para llevarse mi alma.
¿A dónde iré, una vez terminado el rito mortal? ¿En qué escenario descansará mi espíritu?
Nunca me caractericé por ser demasiado creyente ni devoto a ninguna religión, pero en los momentos previos al adiós, busco desesperadamente una señal de ese Dios silencioso que decidirá mi destino.
El día se esfuma y arriba el ocaso de mi vida. Lo sigue una noche fría, y me cubro con mis amarronados acolchados, calentando el valor para soportar lo que vendrá.
A las doce suenan las campanas de la lejana catedral, marcando un fin y un comienzo.
Escucho como se abre la puerta y el miedo se apodera de mí. La oscuridad es absoluta y no distingo ni mi mano entre tanta espesura. De mi esencia emerge la pelea (no me voy a ir sin, aunque sea, intentar asustarlo) y pregunto quién está ahí, procurando usar un tono que imponga algún tipo de respeto. El tiempo se duerme, las agujas dejan de girar y los minutos se convierten en horas. No soporto la falsa calma antes de la tormenta, me crispa los nervios.
De repente un movimiento veloz, pasos sonoros y un golpe seco en la cabeza. Intento gritar, pero se ahoga la intención cuando me tira al suelo y apoya sobre mi carne el pesado colchón. La presión que los brazos de Edgardo ejercen cortan el aire, y rápidamente florece una sensación de ensueño.
El inmaculado silencio solo es cortado por el sonido de su corazón que, repleto de alegría, bombea litros de júbilo, gritando la victoria con cada latido.
Me siento tan laxo que el movimiento se apaga, dejo de resistirme y abrazo la paz. La muerte me da su fría mano y la tomo. Me voy despacio pero tranquilo, escuchando el corazón delator de Edgardo, ser feliz.

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