Siempre padecí el exceso de sentimiento.
Desde pequeño recorrí mi camino portando un inoxidable corazón que ha absorbido hasta el veneno del entorno, siempre involucrándose demasiado.
Frágil y melancólico, sentía y siento en exceso, y por esto comencé la ruta hacia la catarsis verbal.
Durante mi adolescencia, cuando el dolor no se desvanecía y el alma pesaba, escapaba a la cordillera, donde ante tanto arte natural, mi tristeza se relajaba y afloraba la expresión.
La pluma fue la confidente que supo transmitir con su azulada tinta todo lo que mi verborrágico centro soportaba.
Los años pasaron y me transformé en un poeta maldito, atado a la gris exteriorización de mi pesar.
Abandoné Chile hace tiempo ya, pero la pluma no se detuvo. Llenó con mi palabra cientos de hojas blancas, calmando la pena con cada frase redactada y pensando, momento a momento, en la brisa de la cordillera, donde lo puro y la desdicha se juntan, inspirando a este simple escritor de nostalgias, con paz.
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