Me sacudo en medio de la cama, viajando en un trance que
toma con una mano un sueño inyectado y la tortuosa realidad de la existencia
con la otra.
Un ahogo ante la desesperación de una caída inconciente y
despierto, mojado y sediento en una oscuridad de secretos.
Guitarras… guitarras de la noche invaden la carne y las
pupilas se dilatan.
Carraspeos, una sonrisa silenciada y acordes equívocos
nacen en el rincón más alejado de esta habitación perpetua.
Se prende un encendedor, destilando una luz cálida que rememora
un momento kodak catalogado bajo la sección “sensaciones íntimas”, y se alumbra
el rostro místico y rockero de aquel amigo incomprensible que todos tenemos luego
de transitar los problemáticos y revolucionarios años de la adolescencia.
En ese instante, ante esa imagen que capsula toda la
locura de la pesadilla etérea que es la vida, me doy cuenta lo que está
pasando, y lo que va a pasar ante la sonrisa perversa de un individuo
desquiciado por la negativa constante: me va a marcar.
He encontrado en lo profundo de mi orgullo la aceptación a
la propuesta constante de tener dibujada en la piel un recordatorio de la
memoria que invoque al pasado para disfrutar del presente y proyectar lo
lejano, lo impensado: el futuro.
Luego de abandonar la cama, prender algunas luces blancas
y dirigirme al cajón de excesos que guarda la ilegalidad de mi existencia en
las básicas formas de polvos y plásticos, empapo la garganta con vodka y me
siento al lado del individuo que, divertido, prepara sus armas.
Minutos después, cuando la botella rusa oscila el vacío
que han dejado nuestros hígados embriagados, está listo para comenzar el
ritual.
Me paro a su lado y le señalo la parte lateral de mi
cadera, más fina y angosta que en momentos habituales. Los tragos amargos y
tiempos tormentosos, acompañados de una dosis de dolor, se llevan, además del
color del ambiente y momentos de calma y satisfacción, aquellos kilos que el
estar bien atesora, porque ante la inmanejable tristeza y el paso represor de
la depresión, el estómago se cierra y la comida pierde su sabor, sumándole a
los problemas que vivir te genera una falta de apetito peligrosa que te
enflaquece y golpea.
Coloca el pegajoso esténcil sobre la piel virgen y lo
retira lentamente, comprobando que todas las letras se han pegado en su lugar.
Toma la aguja y me pica, de manera constante y eléctrica,
dibujando una huella que el tiempo no podrá borrar.
Lo que en un comienzo molesta e irrita se transforma en
una sensación excitante, una mezcla entre vértigo y vacío que carga de adrenalina
mis venas pálidas.
Resulta placentero ver como esa eterna frase pronunciada
por un artista alado y stereo se entierra para siempre en mi contorno,
barriendo con cada letra la posibilidad de un atrás.
Una vez finalizado el proceso me miro al espejo, atontado
por los efectos de la bebida, y sonrío, apagando nuevamente las luces y dejando
el espacio en una negrura absoluta, tan negra como la tinta que observaré para
el resto de mis días pintada en mi materia.
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