16 de agosto de 2010

el globo

Comienzo a sentir, a medida que mi madre aprieta sus labios contra mi apertura, traspasando su aire a mi vientre que poco a poco se va hinchando como por arte de magia.
Engordo en segundos y finalmente remueve su boca para dar lugar a sus calidos dedos que me agarran el extremo amarrándolo dulcemente, protegiéndome de flaquezas y prolongándome una vida larga y colorida.
Finaliza el parto y me ata una cuerda blanca y brillota, mientras siento que me agarra un niño, seguramente mi hermano.
El muchacho me mira, divertido con mi azul intenso y me sujeta la cabeza, pasando sus manitas por la misma, permitiéndome hablar, pero solamente genero afónicos ruidos que molesta a mamá. A nadie le gusta mi voz, siendo preferible callarme pues no quiero que me pinchen.
Las horas se sienten eternas y mi hermano me lleva al verde jardín, mostrándome la tempestad natural que azota al cielo que con fuertes vientos intenta arrancarme de su lado, vientos capaces de hacer volar hasta al niño.
Me maravillo con los matices violáceos que cierto artista pintó en el cielo, que solamente son interrumpidos cuando algún indómito rayo irrumpe la pintura con brillo y blanco.
La corriente impactando en mi cuerpo me brinda una sensación única, a medida que voy sintiendo como mi hermano va soltando de a poco el piolín que nos une la carne.
El pobre se esta quedando dormido y su cansina mano resbala la soguita que ya no puede sujetarme, y antes de poder despedirme me veo volando al vértigo, manejado por un invisible conductor que me guía hacia el destino.
Todo mi plástico se preocupa cuando empiezan a caer las primeras gotas que al colisionarme causan gran dolor, generando una inevitable caída y cambio de dirección, acercándome velozmente a la copa de sádicos árboles cuyas hojas abandonar al ocultarse el verano, dejando al descubierto sus finos huesos.
Viajo hasta el final, mientras siento la fuerza empujándome hacia el ayer, dictaminando mi futuro, jugando con mi azar.
Mi azul se empalidece cuando toca las primeras ramitas, que me lastiman y rasgan, cortajeando mi frágil cubierta.
Voy frenando mi velocidad, apoyándome lentamente en una tímida esquina, mientras las ramas se ríen y el árbol se despereza.
Finalmente descanso, inmóvil y extático sobre un leve relieve, que termina de desgarrarme y en un adiós, exploto.

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